Jone, batzuetan: crecer duele y nadie te prepara para ello

Crítica de Jone, batzuetan (Jone, Sometimes)  dirigida por Sara Fantova. Con Olaia Aguayo, Josean Bengoetxea, Ainhoa Artetxe y Elorri Arrizabalaga. Estrenada en la Sección Oficial del Festival de Málaga (15 de marzo de 2025); estreno en cines el 12 de septiembre de 2025 (Atera Films). Duración: 80 min. País: España. 

Puntuación: 3.5 de 5.

«Despliega con precisión y sensibilidad los conflictos de la juventud, convirtiendo lo cotidiano en dramático»

Cristina Cuadra Fernández

Justo cuando el cine cree que la juventud se cuenta con filtros y manuales, Jone, batzuetan aparece como una bofetada de ternura y precisión. Sara Fantova firma un debut que entiende que las grandes historias no necesitan gritos: basta con mirar bien. La trama es aparentemente simple —un verano de Semana Grande en Bilbao, el primer amor de Jone y el avance del párkinson en su padre— y, precisamente por eso, duele con la exactitud de lo cotidiano. 

La película se construye como un álbum de postales íntimas: cada plano parece elegido para quedarse pegado a la memoria. Fantova y sus coautoras (Núria Dunjó y Núria Martín) privilegian la escucha, el pequeño gesto, el silencio que lo dice todo; y esa decisión formal —cámara que respira, planos que sostienen el tiempo, montaje que funciona como latido— convierte lo mundano en épica doméstica. No es que la película huya del drama: lo contiene con la humildad de quien sabe que la emoción no necesita subrayados.

Olaia Aguayo es el hallazgo que sostiene el film. Su Jone no actúa la juventud: la habita. Hay en su manera de mirar una mezcla de descaro y pudor que obliga al espectador a acercarse sin prisa. A su alrededor, el reparto da cuerpo a un pueblo que respira: no hay maniqueísmos, sino personas con rencores suaves, ternuras torpes y un realismo que emociona porque no pretende epatar. En ese tejido coral se nota la mano de una directora que prioriza la verdad por encima del efecto. 

Estéticamente, Jone, abatzuetan es un mapa de texturas: la fotografía de Andreu Ortoll captura la luz corta del verano bilbaíno —la suciedad hermosa de las calles, el resplandor de la fiesta, el cansancio que no se disimula—, mientras el montaje de Oriol Milán respira con los personajes. Hay momentos de audacia —superposiciones de memoria, planos largos que parecen detener la caída— que elevan el film de retrato íntimo a poema visual. Fantova no necesita adornos: su belleza es de precisión. 

Temáticamente, la película evita el gesto fácil sobre la enfermedad o el coming-of-age. Aquí lo que duele es la convivencia cotidiana con la pérdida, la manera en que la fiesta (la Aste Nagusia) y el cuidado se enredan, y cómo el primer amor se instala en ese cruce de júbilo y agotamiento. Jone, abatzuetan recuerda que crecer no es una epifanía heroica sino una acumulación de pequeños ritos: un abrazo mal dado, una salida que no fue, una canción que queda pegada. Esa constelación de detalles es lo que hace que la película siga resonando después de apagar la sala. 

Si tuviera que señalar algún reproche sería la tentación (mínima) de sostener la emoción en planos demasiado reverentes en algún tramo; pero hasta ese ademán suena coherente con el tono general: una cinta que respeta sus silencios y que, por eso mismo, se permite alguna digresión lírica. En cualquier caso, son matices frente a un conjunto que funciona como un sortilegio: te atrapa sin pedir permiso.

Jone, abatzuetan es una rareza generosa en el mejor sentido: una película que no busca la lección pero la da, que no quiere conmover a toda costa y, aun así, te deja con la garganta apretada. Fantova baja la voz y nos invita a atender. Al final, lo que verdaderamente importa no son las categorías ni las búsquedas de impacto: cuenta, sobre todo, lo que te haga sentir, esa es la medida más honesta de cualquier película.

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